El comienzo de mi historia vocacional se remonta a mi infancia. Siempre fui a misa todos los domingos y fiestas de la Iglesia. Además, iba siempre en familia y era algo normal en mi vida. De hecho, yo pensaba que era parte de la vida de todos, como ir a la escuela y comer todos los días, ya que de esa forma me crié. Obviamente, luego me di cuenta de que no era así, y que para muchos el acercarse a la Iglesia representa todo un mundo nuevo.
Resumo mi niñez y el comienzo en la Iglesia como normal, es decir, a través de los pasos comunes a seguir como el Bautismo, la Primera Comunión y la Confirmación. Ahora bien, la pregunta y el deseo de ser sacerdote nacieron un día en que mi hermano menor quiso ayudar al sacerdote en la Eucaristía. Ese día yo lo seguí a la sacristía, por pura curiosidad y para conocer cómo era la preparación para la misa. Entonces un acólito me preguntó si quería ayudar, y mientras titubeaba la respuesta me colocaron un alba, y en menos de un minuto estaba saliendo en procesión, acompañado de mi hermano para la misa. Desde ese momento me sentí muy atraído por la figura del sacerdote, ya que para mí era la persona que conocía a Dios y nos podía contar sus secretos.
Esta inquietud persistió durante toda mi educación escolar, hasta que en cuarto medio pensé postular al seminario, pero nunca se lo conté a nadie. De hecho, me convencí a mí mismo de que no era lo mío, y que sólo debía preocuparme de estudiar, para en un futuro ganar dinero. Sin embargo, esta inquietud sacerdotal siguió “molestándome” cuando estaba en la universidad en la carrera de ingeniería informática. En ese entonces consulté con algunos amigos acaso ellos se habían preguntado en ser sacerdotes, y las respuestas que me dieron no fueron muy formales como para escribirlas, pero las puedo resumir en un “jamás”. Pero este llamado seguía siendo fuerte y persistente, lo cual compartía con sacerdotes amigos, para que me guiaran espiritualmente.
Finalmente, ya en cuarto año de universidad me decidí a hacer una apuesta con Dios. Le dije que iría a Santiago a postular al Seminario (obviamente, ya había conversado con mi familia, sacerdotes y obispo), y que si no quedaba, entonces Él me debía dejar de molestar. Pero si quedaba… bueno, le iba a hacer empeño por confirmar este llamado y ver si realmente es lo que Dios quería para mí. Postulé al Seminario Pontificio Mayor y quedé. Dios ganó la apuesta y ahora estoy muy feliz, ya pasando a quinto año de formación como futuro sacerdote para la arquidiócesis de Antofagasta.
No sé qué más contar, sólo decir que el sacerdocio es para gente normal, común y corriente. Dios llama al que quiere, cuando quiere y en el lugar que quiere. Yo por lo menos me considero normal. En mi niñez jugué mucho a la pelota, lloré, peleé, estudié, ya de mayor jugué rugby, hice el servicio militar como estudiante, entré a la universidad y pololeé.
Sin nada más que decir me despido.
Que Dios los bendiga,
Daniel Álvarez Bravo.
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